Para Carolina y Marisa

—Bien, señor Rodríguez. Hemos jugado a su juego y ha ganado. Creo que va siendo hora de que juguemos al mío.

Aquello me pilló por sorpresa. Acababa de ligar los dos dieces que me hacían falta para un full y trataba de impedir que mis dedos empezaran a tabalear sobre la mesa, traicionándome. Alcé la vista y solo entonces me di cuenta de que en la mesa quedábamos dos jugadores. El resto se había ido largando a medida que transcurría la tarde y sus fichas pasaban a engrosar el montón multicolor junto a mi mano derecha. Mi único oponente conseguía mantenerse no demasiado mal, perdiendo un poco a veces, ganando un poco otras. Era un jugador prudente. Rara vez arriesgaba. Esos son los más difíciles de tumbar: nunca darán el golpe, pero sus pérdidas jamás son excesivas.

—¿Por qué no? —dije, respondiendo a su oferta mientras juntaba los dos dieces con el resto de las cartas. Si jugábamos a algo que realmente le gustase quizá cometiese algún error del que pudiera aprovecharme—. Pero primero terminemos esta mano, ¿no?

Asintió y me miró con un brillo extraño en los ojos. Hasta entonces no me había fijado demasiado en él, y eso era curioso, porque el póquer no deja de ser un juego de carácter. Es fundamental conocer las manías y los tics de los otros jugadores, porque sus cartas y el modo en que las juegan son tan importantes como las tuyas. Recuerdo que al sentarme en la mesa le lancé una mirada distraída y lo catalogué sin pensármelo mucho como el típico jugador de fin de semana, que no ganaría nada, pero tampoco perdería mucho. Durante toda la tarde había resultado completamente anodino, gris, desvaído, como si él mismo no estuviera muy seguro de su realidad. Desde el momento en que acepté su desafío pareció volverse más nítido, como si estuviera más presente en cierto extraño modo.

Jugamos aquella última mano y gané con facilidad, pese a que intentó echarse un farol con un trío de cuatros. Incluso en eso no puso un gran empeño, como si faroleara tan solo porque eso era lo que se esperaba de él en esa situación.

—Puede recoger sus fichas si lo desea, señor Rodríguez. Haré que el crupier se las cambie.

Aquello no tenía sentido y la expresión de mi rostro debió de ser bastante evidente. Una sonrisa tenue apareció en aquellos labios delgados y pálidos.

—No necesitaremos dinero. Se lo aseguro. —Chasqueó los dedos y un crupier apareció a su lado, entrando repentinamente en el haz de luz que caía sobre la mesa—. Cambie las fichas del señor Rodríguez. Y tráigame mi baraja. —Se volvió a mí—. Por supuesto, puede examinarla si lo desea, para asegurarse de que no está trucada.

Hice un gesto poco comprometedor con los hombros. El crupier recogió mis fichas y se fue de allí con una celeridad casi mecánica. Entrecerré los ojos y una idea asomó a mi cabeza.

—¿Es usted el dueño de esto?

—Digamos que tengo cierta influencia con él. —Otra vez aquella sonrisa—. Bien, aquí está.

El crupier, después de dejar una bandeja con un abultado fajo de billetes a mi lado, le tendió un extraño mazo de naipes, mucho más alargados que los normales y, aparentemente, más gruesos.

—¿Desea examinarlas?

—Si no le importa.

Me las tendió. Efectivamente eran más grandes, más alargadas y más gruesas que las cartas normales. También eran de mucha mejor calidad. Y tremendamente antiguas: el satinado que les daba brillo se había ido desgastando y por un momento me imaginé el cansancio paulatino de su superficie después del roce de miles de dedos. Les di la vuelta y las contemplé: parecía una prosaica baraja española, oros, copas, espadas, bastos, con la salvedad de que había ochos, nueves y dieces. Estaban ilustradas en un estilo primitivo y algo recargado en las decoraciones de los palos, y las figuras eran de un realismo ingenuo y detallista que les daba cierto encanto. Luego, empecé a ver cartas que no conocía de nada: un loco, que quizá fuera el comodín o quizá no, una torre, dos amantes, un carro, el sol y la luna, un juicio… Alcé la vista de repente, comprendiéndolo todo.

—¿Vamos a jugar con cartas de tarot?

Mi oponente asintió en silencio. Encontré aquello enormemente divertido.

—¿Qué pasa, va a decirme la buenaventura?

—No necesariamente la buena, amigo mío.

Su voz, que al principio había sido tan gris y átona como él mismo, había ido adoptando en los últimos minutos una cualidad profunda y resonante que parecía hacerla llegar de muy lejos.

—En realidad el juego es muy sencillo —dijo—. No muy distinto del póquer al que hemos dedicado las últimas horas. Hay tres descartes, a menos que uno de los jugadores decida que es suficiente. Jugaremos con siete cartas. Con cinco de ellas podrá hacer las combinaciones normales del póquer. Cualquiera de los arcanos mayores puede servirle de comodín, aunque… bueno, hay arcanos que no casan con ciertas cartas.

—¿Cuáles?

—Lo sabrá usted cuando llegue el momento.

—De acuerdo. ¿Y las otras dos cartas?

—Las otras dos cartas serán siempre dos arcanos mayores, en caso contrario carecerán de valor, será como si solo tuviera cinco. Según las que sean pueden hacer que su jugada valga más o menos.

—¿En función de qué?

—Eso lo sabrá también cuando llegue el momento.

Aquello era ridículo. Me estaba metiendo en un juego en el que no conocía todas las reglas, y eso es algo que jamás hago, no desde… Aparté el pensamiento de la cabeza antes de que lo hubiera formulado del todo. No era el momento. Consideré la idea de levantarme de la mesa y largarme de allí. Les lancé una mirada indecisa a los billetes nuevos y seguramente crujientes que descansaban junto a mi mano derecha. El hombre al otro lado de la mesa debió de captarla, porque enseguida dijo:

—Jugaremos unas manos de prueba, para que pueda ir haciéndose con las reglas, si le parece bien.

Lo pensé unos instantes. Miré otra vez el fajo de billetes y a mi oponente y respiré con calma. Qué demonios, solo era dinero, podía ganar más desplumando a otros primos. Miré de nuevo las cartas de tarot que tenía en la mano. Siempre me han fascinado los retos, y más cuando estos implican alguna clase de enigma.

—De acuerdo —dije al fin—. Echaremos un par de manos.

—¿Quiere repartir usted?

No respondí. En lugar de eso comencé a barajar las cartas. Me resultó difícil al principio, hasta que mis manos se acostumbraron a sus dimensiones y consistencia. Tenían un tacto curioso: suave, como si no fueran de papel sino de satén. Al final puse el mazo en mitad de la mesa para que él lo cortara.

Extendió una mano pequeña y cuidada y casi tan blanca como la servilleta de papel que había junto a su copa y tocó suavemente el mazo con los nudillos. Lo recogí y empecé a repartir. No sabía si había alguna forma especial de hacerlo, pero ya que él no me había dicho nada decidí que lo mejor sería una tanda de tres y dos de dos. Mi oponente pareció satisfecho con ello, dejó escapar un breve gruñido y bebió un trago mínimo de su vaso.

Recogí mis cartas y les eché un vistazo. Una pareja de doses, un diez, dos figuras (una sota y una reina), un tres y una silueta escuálida vestida con un manto negro y que sostenía una enorme guadaña, más grande que ella misma. No necesité leer el rótulo bajo la imagen para comprender que se trataba de la muerte. Bien, muerte o no, era uno de los arcanos mayores y me convenía quedarme con ella. Lo hice también con las dos figuras y me descarté del resto. Mi contrincante dejó caer una sola carta sobre la mesa.

Le di su carta y recogí mis cuatro. Ahora tenía dos reinas y varios naipes sin valor. Una pareja, aunque alta, no era gran cosa, sobre todo si teníamos en cuenta que él solo se había descartado de una carta. Pero no tenía solo una pareja, tenía una pareja de damas acompañadas de la muerte, lo que era una jugada nada despreciable.

Un momento. Aquello no tenía sentido. ¿Cómo sabía yo…? Sin embargo, al mirar las cartas comprendí que era cierto, que una pareja de damas acompañadas de la muerte era una excelente jugada. Sacudí la cabeza, intentando librarme de la sensación de irrealidad que me embargaba, pero era inútil.

Entretanto, mi oponente y se había deshecho de otra carta.

—Lo siento —me oí decir—. Corto.

Él asintió cortésmente y recogió la carta de la mesa.

—Como esto es una mano de prueba, no apostaremos nada y nos limitaremos a mostrar las cartas —dijo—. Como ve yo tengo un full de treses y dieces, acompañados del loco. La otra carta carece de valor.

Yo mostré mi pareja que en realidad era un trío.

—Espléndida jugada, señor Rodríguez. —Parecía complacido—. Usted gana.

En realidad, sus palabras no eran necesarias, yo había sabido que mi extraño trío ganaba a su full antes de que él dijera nada. Al volver la vista a mi alrededor me di cuenta de que estábamos solos; el único foco de luz en todo el casino era el que iluminaba nuestra mesa, y no había el menor sonido en toda la sala. Cogí mi vaso. No me gusta beber cuando juego, embota los sentidos, salvo un sorbo que otro de vez en cuando para aclararme la garganta y no dar la impresión de que soy un puritano, pero esta vez me bebí lo que quedaba del vodka de un solo trago. Enseguida un camarero se materializó entre las sombras y volvió a llenármelo.

Jugamos un par de manos más. En la primera conseguí un póquer de cuatros, pero también obtuve un juez de mirada impenitente que parecía decidido a condenar a toda la humanidad. Intenté deshacerme de aquella carta, sabía que convertía mi jugada en algo fútil y vacío, pero mi contrincante no me dejó. Cortó antes de que pudiera descartarme y perdí frente a un trío de dieces sin ningún arcano mayor. En la segunda gané apuradamente con unas dobles parejas que superaron una pareja simple. Ninguna carta extraña intervino en aquella jugada.

—Bien, señor Rodríguez. Creo que esto ha sido suficiente para que se haga una idea de por dónde va el juego. ¿Ha tenido problemas para combinar los arcanos con las cartas ordinarias?

Negué con la cabeza. No era capaz de hablar. Seguía encontrando absurda toda la situación, y tenía la impresión de que al día siguiente me despertaría con una tremenda resaca y los bolsillos vacíos y que no recordaría nada de aquella alucinación sin sentido. Pero también tenía la impresión de era real, de que aquel juego era lo más real de mi vida y que tenía que seguir adelante, jugar hasta el final, no podía detenerme ahora.

—De acuerdo. Entonces discutiremos el premio para el ganador.

—No me lo diga —dije de pronto, encontrando valor para hablar después de un nuevo trago de vodka—. Si pierdo, usted se lleva mi alma.

Me maldije a mí mismo por haber abierto la boca. Estaba seguro de que el hombre al otro lado de la mesa encontraría mis palabras de una grosería imperdonable y se negaría a seguir jugando. Sin saber por qué aquello me aterró.

En lugar de eso sonrió como si acabara de escuchar algo tremendamente ingenioso.

—Nada de eso. Le aseguro que su alma, si es que una cosa tal existe, no tiene el menor interés para mí. No, aunque ha estado cerca de la verdad. También soy un coleccionista, como el… eh… caballero al que aludían sus palabras, pero no me dedico a cosas tan prosaicas como las almas. No. Quiero sus sueños.

—¿Mis sueños?

—Especialmente los más pequeños, los más íntimos, aquellos de los que usted ni siquiera es consciente, y de los que quizá se avergonzaría si los recordase. Pero también me interesan los grandes.

—Mis sueños —repetí, como si masticase las palabras—. Mis sueños. ¿Y cómo vamos a apostar? ¿Yo pongo sobre la mesa mi pesadilla de la noche anterior y usted la ve y sube?

—Exactamente.

Empecé a reírme. No fue algo que pudiera controlar. Una risa extraña me iba subiendo desde la boca del estómago y se deshacía en burbujas caóticas en mi garganta. Tardé bastante en recuperar el control, pero durante todo aquel tiempo mi oponente mantuvo la calma, mirándome de vez en cuando con el asomo de aquella media sonrisa que convertía sus labios en una línea pálida y cruel.

—De acuerdo —dije, cuando pude hablar por fin—. Mis sueños, ¿por qué no? ¿Y qué gano yo a cambio? ¿O quizá no espera perder?

—Gana lo mismo que yo. Sus sueños.

—Pero ya los tengo.

—No. Ahora mismo no tiene más que sombras, posibilidades. Si gana serán reales.

Me incorporé de repente.

—Lo siento —dije—. Tengo que ir al servicio.

—Por supuesto, ya sabe dónde está.

Recorrí el enorme salón vacío como un sonámbulo aterrorizado. Mis pies parecían hundirse para siempre en algo demasiado mullido y absorbente para ser una alfombra, y el silencio a mi alrededor era un carnívoro esperando en la rama de un árbol. La prosaica luz fluorescente del servicio fue un toque de realidad inesperado, y me tambaleé en la puerta. Conseguí soltar cuatro gotas tensas que no parecían terminar jamás, y luego hundí el rostro en el lavabo lleno de agua fría. Me sequé y peiné y me contemplé en el enorme espejo. Parecía estar mirándome desde muy lejos, desde el otro lado de un mundo incomprensible que insistía en existir pese a todos mis intentos por anularlo. Intenté guiñarme un ojo, pero el gesto me pareció tan absurdo en aquella situación ridícula que no me sentí capaz. Miré a mis espaldas. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero antes o después tendría que volver y decirle a aquel individuo si aceptaba o no su desafío. La sola idea de decirle que sí me ponía la piel de gallina, pero la posibilidad de que no encontrase el valor suficiente y terminara diciéndole que no me aterraba.

Vamos, maldita sea, vamos, me dije como unas quince veces.

Al fin, después de una última mirada al espejo (en la que me encontré con un rostro perplejo que intentaba inútilmente conservar la serenidad), reuní las fuerzas necesarias para irme de allí y enfrentarme de nuevo a aquella mesa solitaria donde él me esperaba.

No parecía haberse movido desde mi marcha. Me siguió con la mirada mientras me sentaba y luego preguntó solícito:

—¿Se encuentra mejor?

—Perfectamente —dije, aunque sabía que mi pelo revuelto y mojado y mis ojos de sonámbulo desmentían mis palabras—. Podemos empezar cuando quiera.

Él asintió.

—De acuerdo. Lo mejor será que saquemos una carta para decidir quién reparte la primera mano.

Barajó con indiferencia y con una suavidad que hacía inevitable hasta el menor de sus movimientos. Corté de forma torpe y extrajo una carta. Hice lo mismo. Me mostró su naipe: la gran sacerdotisa. Sin mirarlo, le di la vuelta al mío y me enfrenté con los ojos perdidos en la nada del loco.

—Reparte usted —me dijo.

Cogí la baraja y comencé a mezclar las cartas.

—Por cierto —dije, intentando llenar aquel silencio incómodo que se cernía cada vez más denso sobre nosotros—. No me ha dicho su nombre.

—Es cierto. No se lo he dicho.

Asentí mientras terminaba de barajar y depositaba el mazo sobre la mesa. Cortó con un ademán fluido y desganado. Recogí las cartas y empecé a repartir.

Agotamos los tres descartes y me encontré con una solitaria pareja de doses y cinco cartas más que para nada me servían. Hablaba él.

—No empecemos demasiado fuerte. Un sueñecito trivial y sin importancia será bastante de momento.

No lo dejé seguir hablando. Con aquella mano que tenía difícilmente podía ganar nada, sobre todo si teníamos en cuenta que el solo se había descartado de un naipe las tres veces.

—No voy —dije.

—Me temo que eso no es posible después del tercer descarte.

Pensé en quejarme, porque no me lo había advertido antes, pero comprendí que pese a eso yo lo había sabido, así que no dije nada.

—Entonces habla usted.

—La semana pasada soñó que paseaba por un jardín con su antigua novia. Apenas hablaban, pero estaban juntos y se sentían bien. Es un sueño que me interesa.

Incapaz de hablar, solo pude menear la cabeza. Recordaba aquel sueño, acababa de volver nítido a mi memoria un instante antes de que fuera conjurado por las palabras de mi oponente. Era una imagen un poco tonta: Concha y yo paseando, a veces agarrados de la mano, a veces mi barbilla descansaba en su espalda mientras la abrazaba por la cintura y los dos contemplábamos algo que carecía de sentido y que no tenía importancia. Me había despertado con sus últimos rescoldos entibiando mi cabeza, ligeramente sorprendido, porque hacía años que no pensaba en Concha, pero enseguida lo olvidé. Ahora, sin embargo, encontré que en aquel sueño había algo vital, algo de enorme trascendencia para mí, y no deseaba desprenderme de él.

Alcé la vista y me encontré con una mirada tranquila y oscura. Solo había una cosa que pudiera hacer si no quería perder aquel sueño: tirarme un farol y arriesgar un par de ellos más.

—Venga —dije, con toda la arrogancia que fui capaz de encontrar en aquellos momentos—. Se conforma usted con poco. Veo su apuesta y además la subo. Hace un par de días tuve un rocambolesco sueño en el que hacía saltar la banca en un casino infinito. ¿Le interesa?

Jugaba con la idea de que, conociéndome como un jugador profesional, juzgara aquel sueño más importante para mí de lo que era en realidad. No pareció demasiado interesado. Al final, con un encogimiento de hombros dijo:

—Lo veo.

Mostré mi pareja. Él no había ligado nada con cinco de sus cartas, pero la nada acompañada de la muerte y el juicio era suficiente para derrotar a una pareja.

—Me temo que sus dos sueños son míos.

—Eso parece —dije.

No me preocupaba demasiado, no eran sueños demasiado trascendentes. De hecho, ni siquiera conseguía recordarlos en aquellos momentos.

Seguimos jugando. Procuraba adelantarme a él con apuestas que no resultaran muy importantes: imágenes inconexas a las que jamás les había visto el sentido, deformaciones grotescas de la monotonía de un día; incluso apostando deliberadamente alguna pesadilla inquietante cuando no tenía intención de ganar. Mientras tanto, no apartaba la vista de mi oponente, tratando de encontrar sus puntos débiles, sus manías como jugador. No parecía tenerlas, en todo momento se comportaba con una calma casi total y sus modales eran exquisitos, ganara o perdiera. No parecía tener el menor tic que pudiera explotar.

A medida que jugábamos iba conociendo las cartas. Aprendí a darme cuenta de si la mirada del loco ocultaba desesperación o alegría tras su mueca burlona, si el carro tiraba de los pueblerinos o los aplastaba bajo su rueda, si el juicio era realmente un juicio o un carnaval, si el líquido rojo en el que se bañaba la gran sacerdotisa era o no su propia sangre menstrual, si la luna estaba partida, el sol agonizaba o la muerte se había detenido a descansar unos minutos a un lado del camino. Poco a poco fui conociendo las cartas, encontrando los secretos que al principio me habían esquivado, aprendiendo a descubrir sus cambios de humor, a reconocer como algo familiar el tacto de su superficie satinada entre mis dedos.

Llevábamos algo más de una hora jugando, y en aquel tiempo había ganado la posibilidad de convertir en realidad un par de sueños y él se había quedado con otros siete. Interiormente, sonreí satisfecho. En realidad, él no había ganado prácticamente nada; aquellos siete sueños eran tan triviales que ni siquiera era capaz de recordar en qué consistían.

Entonces lo comprendí. Alcé la mirada a mitad de un descarte y vi la burla secreta en sus ojos fríos. No había olvidado los sueños porque no significasen nada para mí, lo había hecho porque él se los había quedado.

A partir de aquel momento jugué con rabia, con desesperación, como si me sintiera embaucado por un timador demasiado hábil. Sin embargo, él no había mentido, me había revelado el propósito de la partida desde un principio; de hecho, no tenía la culpa si yo había sido tan imbécil que no había sopesado las consecuencias de que alguien se quedase con mis sueños.

Son míos, maldita sea, y sentí que me estremecía.

En cierto modo mis sueños eran yo mismo, eran una parte de mi memoria, y no somos otra cosa que nuestros recuerdos. Si perdía, si al final él se llevaba hasta la última migaja que mi subconsciente hubiera tejido durante la noche, ¿qué quedaría de mí?

La respuesta estaba grabada a fuego en sus ojos burlones.

En la siguiente mano, cuando me tocó el turno de apostar, dije:

—Quiero tres de esos sueños míos que le pertenecen.

Él sonrió, como si hubiera esperado exactamente eso.

—¿Cuáles?

Sí, pensé, cuáles. No recordaba ninguno de ellos.

—El primero, el tercero y el séptimo que ha ganado —dije con más aplomo del que sentía.

—Como quiera. Y si pierde esta mano usted me dará los siguientes: la playa a la luz de la luna y el palacio cubierto de algas que se alzaba a sus espaldas; la habitación que era el foco del universo; el bosque enorme y lentísimo que usted descubrió tras su ventana.

Asentí y con el corazón en un puño mostré mis cartas. No tenía una mala jugada, pero el loco podía traicionarme en el último momento y cambiar su mirada de absoluta despreocupación por un brillo desesperado en aquellos ojos que parecía incapaz de cerrar. No sucedió, pero estuvo a punto mientras posaba las cartas sobre la mesa. Mi contrincante asintió y, sin mostrar su juego, me dijo que había ganado.

Los tres sueños que había pedido volvieron a mí lentamente, y los paladeé con sorpresa. Dos de ellos eran triviales, pero el primero hizo que se formase un nudo en mi garganta. Concha y yo paseábamos de nuevo en silencio por un jardín espectral. Dios, había estado a punto de perder aquello. No, comprendí, todavía podía perderlo de nuevo.

Seguimos jugando, y yo procuraba no arriesgar nada que realmente me importara, pero muchas veces no sabía lo importante que era hasta haberlo perdido, cuando sentía ese hueco desnudo que dejaba su marcha en mi interior y lanzaba juramentos contra mí mismo por haberme dejado embarcar en aquella partida.

Comprendí que me estaba dejando llevar por mis emociones y aquello era un error. Estuve a punto de sonreír, porque eso era algo que Concha siempre me había reprochado, que con ella era tan frío como cuando jugaba.

Bueno, pensé. Si estuviera aquí se llevaría una sorpresa.

Solo que no estaba allí, salvo como una imagen borrosa que podía serme arrebatada en cualquier momento. De algún modo sabía que no podía permitir eso; todo lo que tenía de ella era ese sueño y no iba a consentir que me lo arrebataran. No sabía por qué era tan importante, llevaba más de tres años sin acordarme de ella, sin pensar en la tarde en que la había empujado a dejarme con la misma frialdad con la que desplumaba a un primo. Pero ahora sentía que esa imagen, ese recuerdo falseado era vital para mí, y perderlo significaría perder parte de lo mejor de mí mismo.

 Intenté concentrarme en las cartas, resolver los enigmas que me planteaba la mirada del loco o el mazo del juez, encontrar la salida del laberinto interminable donde parecía estar varado para siempre el carro, descifrar los jeroglíficos que asomaban al rostro helado de la luna. Poco a poco conseguí tranquilizarme, y a medida que me iba embarcando en el juego, las cartas empezaron a convertirse en todo mi universo; incluso ganar o perder carecía de importancia y volví a ser el jugador frío e implacable que Concha había conocido y del que, al principio, se había enamorado. Las cartas eran lo que realmente importaba, su carácter imprevisible y enigmático me tenía fascinado, y no podía escapar de su hechizo. Pero de alguna manera yo también las iba atrapando; a medida que aprendía a conocerlas y conseguía que se amoldasen a mis deseos, iba comprendiendo cómo encajaban sus secretas combinaciones y cómo podía aprovecharlas para derrotar a aquella criatura que me miraba desde el otro lado de la mesa.

Empecé a descubrir que un grupo de reinas acompañadas de la muerte son una buena jugada, pero que no deben estar cerca de un juez. Que el loco es mortal si se une a las espadas, e inofensivo con las copas. Que la gran sacerdotisa solo casa bien con elementos masculinos y que los amantes podían estar separados por millones de kilómetros, aunque sus dos cuerpos pegados parecieran un único animal inverosímil. Aprendí también que el orden en que disponía las cartas era tan importante como las cartas en sí. El sol y la luna flanqueados por el loco y el colgado son una señal segura de desastre, pero cuando ambos bufones (uno agonizando, el otro irreverentemente vivo) se sitúan en medio, la jugada es casi imparable. No se puede poner el juicio entre los amantes y la torre, pero la torre puede proteger a los amantes del juez implacable que los busca para poner fin a su baile frenético.

La revelación llegó a mí lentamente, a medida que me concentraba en las cartas y dejaba de prestar atención a los ademanes de mi oponente en busca de algún tic que explotar en mi provecho. Era en ellas donde debía buscar manías, debilidades ocultas, ademanes furtivos que intentaran esconder la proximidad de su triunfo o el miedo ante la derrota. El hombre frente a mí no contaba, porque el cuerpo que repartía las cartas, la boca que enunciaba su apuesta no eran más que instrumentos. Su verdadero carácter estaba oculto en los naipes y era en ellos donde debía encontrarlo.

Las horas se deslizaron con una parsimonia casi insoportable. Él tenía casi la mitad de mis sueños en su poder y seguía ganando, aunque cada vez con menos frecuencia. Lentamente iba aprendiendo a jugar y a usar los cambios de humor de las cartas en mi provecho. Lo que ignoraba era si las fuerzas o el tiempo me alcanzarían hasta que hubiera conseguido la habilidad y soltura necesarias para derrotarlo definitivamente. Presentía que no. Necesitaba un golpe, un único golpe afortunado que me permitiera recuperar todos mis sueños y luego largarme de allí lo más rápido posible.

Llegó cuando casi había perdido la esperanza, y al principio no lo reconocí como tal. Cuatro reinas y la gran sacerdotisa eran una jugada nefasta. Pero luego levanté la siguiente carta y vi que era mi viejo amigo el loco, quizá la carta que mejor había aprendido a conocer en las últimas horas y en la que más confiaba. La séptima carta fue un diez de espadas, y aquello me hizo sentir esperanzas: las espadas aumentaban el poder absurdo del loco, y el diez era la que mejor lo acompañaba. Pensé en quedarme solo con esas dos y deshacerme de las otras, esperando que el descarte trajera una mano mejor. Pero al mirar el rostro de la sacerdotisa comprendí que no habría descarte. Me quedaban pocos sueños, y de esos ninguno cuyo valor me pareciera irrelevante. Alguien ajeno a mí los habría encontrado triviales casi con toda seguridad, no eran más que imágenes inconexas sin la menor importancia objetiva. Pero para mí, aquellos sueños que me quedaban representaban el foco de mi vida y no estaba dispuesto a perderlos.

Miré de nuevo las cartas y vi que el loco me hacía un guiño malicioso mientras ocultaba la cara para que la gran sacerdotisa no lo viera. Al principio no supe qué estaba tratando de decirme, y la comprensión tardó en llegar a mi mente. Cuando lo hice estuve a punto de darme de cabezazos por mi estupidez de unos segundos atrás. ¿Tirar las cuatro reinas y la sacerdotisa? ¿Me había vuelto idiota o qué? Era cierto que la sacerdotisa no casaba bien con una presencia femenina, pero si ponía el loco en medio y lo protegía con el diez de espadas, la cosa cambiaba y me encontraba con una jugada casi imparable entre manos.

Cambié el orden de las cartas y, tratando de parecer impasible, alcé la vista. Él me miraba, impasible y paciente como siempre.

—Usted habla, señor Rodríguez.

—Ya. Creo que… sí, creo que voy a apostar el resto.

Ni siquiera entonces perdió la compostura.

—Una jugada arriesgada, pero interesante si tiene éxito.

—Otra cosa —dije. No estaba seguro de tener el valor suficiente para seguir hablando, pero lo hice de todas formas—. Esta es la última mano.

Pareció encontrar mi comentario tremendamente divertido.

—Sí, sin duda si pierde será la última mano. Pero de acuerdo, lo acepto. Gane o pierda el juego termina aquí. ¿Algo más?

—En realidad sí, pero se lo diré cuando hayamos terminado.

—Me parece razonable. Y puesto que usted habló y yo he visto su juego le toca poner las cartas boca arriba.

Así lo hice, una tras otra. Primero las cuatro reinas, luego, dejando un hueco, la gran sacerdotisa. A su lado, en el hueco, puse el diez de espadas. Mi contrincante chasqueó la boca y me miró con algo parecido a la compasión en los ojos por primera vez. Por último, dejé caer el loco, al lado de las cuatro reinas y junto al diez de espadas.

—Esta es mi jugada —dije.

En aquel momento mi voz sonaba imperturbable, como si lo que estaba haciendo no tuviera la menor importancia.

—Comprendo.

Miró sus cartas, miró de nuevo las mías y volvió a mirar las suyas. Frunció el ceño, recogió sus cartas en un único montón y, sin darles la vuelta las arrojó sobre el mazo en mitad de la mesa.

—Una mano excelente. Usted gana, señor Rodríguez.

Apenas conseguí evitar un suspiro de alivio. Encendí un cigarrillo con manos temblorosas y aspiré el humo como si en aquello me fuera la vida.

—Dijo que cuando el juego terminase tenía algo más que decir.

—Es cierto. —En realidad cuando lo dije no tenía muy claro qué era, pero en aquel momento las palabras volaban a mi boca como si tuvieran voluntad propia—. Deseo que mis sueños sigan siendo, ¿cómo dijo?, sombras. Quiero que sigan ahí, revoloteando en mi cabeza sin molestarme, sin que yo sea consciente de ellos, empujándome de vez en cuando, pero dejándome tranquilo la mayoría de las veces. Los sueños están ahí para eso y si algunos se van a convertir en realidad seré yo quien se ocupe de ello, no usted.

—Comprendo. Es usted un excelente jugador y un hombre inteligente, señor Rodríguez. Lo felicito.

Se incorporó en el asiento y me tendió la mano. La estreché y la encontré curiosamente blanda, casi infantil, pero el contacto no fue desagradable.

—Me temo que tengo que irme —dije, mientras terminaba el cigarrillo y me ponía en pie.

—Ha sido una magnífica partida —me dijo él mientras yo recogía el dinero de la partida anterior—. Espero volver a verlo por aquí.

—No se lo tome a mal, pero no creo que eso vaya a pasar.

Él sonrió como si supiera algo que yo ignoraba y asintió con un ademán tranquilo de la cabeza. Guardé el dinero en el bolsillo y me puse el abrigo. Poco después me encontraba fuera del casino, contemplando un amanecer que parecía incendiar al mar a lo lejos; ya había visto un amanecer como aquel, no hacía mucho, en un sueño, y en aquel momento no estaba solo. Quizá en el futuro volviera a detenerme frente al mar para contemplar la salida del sol, y tal vez en ese momento estuviera acompañado, o puede que no. Eso no importaba: la posibilidad estaba ahí, como un fantasma sutil, de vuelta a lo más hondo de mi mente, donde debía estar y de donde nunca debió haber salido. Aspiré hondo y eché a andar hacia casa. Me esperaba una larga caminata.

No tenía prisa.

POSTSCRIPTUM

A veces el comentario más trivial puede ser el desencadenante que haga resonar algún extraño eco en mi mente y me lleve a escribir un relato… o incluso una novela.

«Tarot» es un buen ejemplo. En una conversación sobre quién sabe qué tema, alguien dejó caer de repente «¿Os imagináis lo que sería una partida de póquer con cartas de Tarot?». De hecho, sí que podía, porque al día siguiente estaba escribiendo el relato de tal partida. Confieso que uno de los motivos que me movió a escribirlo fue impresionar a dos de las personas presentes por las que me sentía sumamente atraído. Les dediqué el cuento ambas y, varios años más tarde, me acabé casando con una de ellas. No sé hasta qué punto este cuento tuvo que ver con que empezara a fijarse a mí; seguramente poco.

Detalles menores aparte, estoy muy satisfecho de la atmósfera que conseguí tejer alrededor de la historia y del modo en que los Arcanos mayores se integran dentro de las reglas del póquer. Y, sobre todo, me encanta especialmente la idea de apostar los sueños en una partida de cartas.

Por otro lado, y aunque yo no lo sabía por aquel entonces, con este relato estaba dando los primeros pasos en lo que luego sería uno de mis ciclos narrativos más importantes, compuesto hasta el momento por las novelas El abismo en el espejo, Este incómodo ropaje, Fieramente humano y Las astillas de Yavé. El ciclo en sí se llama «La Ciudad» y aunque cada novela narra una historia independiente y cerrada, todas ellas comparten el escenario y algunos personajes que van pasando de una a otra. Todas son fantásticas y no de ciencia ficción; una fantasía contemporánea y urbana, a veces con ciertos elementos de terror o de psico-thriller. Más o menos lo que se suele llamar «fantasía oscura» tal como autores como Clive Barker o Neil Gaiman la fueron definiendo a finales de los años ochenta del siglo XX.

«Tarot» es, en cierto modo, mi primer relato de la Ciudad, a la que nunca doy nombre, pero que en el fondo es una suerte de «versión mágica» de Gijón, la ciudad en la que vivo desde hace cuarenta y siete años. En aquel momento, no era consciente de ello, pero este relato y tres o cuatro más que escribí en la segunda mitad de los noventa, fueron dando forma al escenario que luego desarrollaría en las novelas.

Al releer ahora la historia, por cierto, encuentro en ella ecos (especialmente en los párrafos finales) de «Voy a probar suerte» de Fritz Leiber.

***

«Tarot» ganó en 1998 el Certamen de Relato Breve Fantástico de la Universidad del País Vasco (ex aequo con «Reflejos», de Félix J. Palma) y fue publicado poco después en la revista Gigamesh. Podéis encontrarlo en Disfraces parecidos a mi piel, que recopila mi narrativa breve casi completa.